martes, 23 de septiembre de 2014

La belleza de la armonía entre la naturaleza y cultura

Ante la naturaleza podemos adoptar dos actitudes: 1) intentar dominarla, para sacarle el máximo partido posible, 2) contemplarla con respeto, estima y espíritu de colaboración.

El Clasicismo admira la naturaleza y se complace imprimiéndole formas geométricas. Esta vinculación al orden geométrico no responde tanto al afán de someter las realidades naturales al imperio de la razón cuanto al deseo de embellecerlas, potenciando su atractivo con el encanto indefinible de las categorías estéticas griegas: la armonía –generada por la integración de la proporción y la medida o mesura-, la simetría, la integridad de partes, la luminosidad... Se afirma, a menudo, que el jardín francés expresa el dominio de la razón sobre las formas, se alimenta del “soberbio placer de forzar a la naturaleza” (en frase de Saint Simon, a propósito de Versalles), quiere “trascender la simple verdad natural en busca de la belleza”, para complacerse en “la pompa ordenada de las avenidas”, que constituyen una especie de “domesticación de la naturaleza”.

Inspirado en las corrientes románticas, Friedrich Schiller criticó ese sometimiento de la vegetación viva a la tiranía de las formas geométricas y confesó que prefería el desorden pleno del espíritu de un paisaje natural a la regularidad sin espíritu de un coqueto jardín francés. Pero ¿es justo olvidar o depreciar la presencia dinamizadora del espíritu en el jardín francés? No podemos negar que el jardín inglés nos ofrece una naturaleza bullente, con sus ríos y estanques, su espontánea variedad de árboles, dispuestos de forma aleatoria, sus contrastes de luces y sombras..., mientras, en el jardín francés, el dinamismo de los ríos se reduce al rumor ordenado y discreto de las fuentes, y los árboles son reducidos a arbustos bien recortados y alineados. La mano experta del hombre enamorado del orden geométrico se hace sentir aquí de forma patente, pero es innegable que el encanto de las flores no queda anulado en los parterres franceses sino potenciado, ni el del agua al llenar de vida las fuentes, ni los árboles al flanquear las enarenadas sendas.

Suele decirse que los grandes pensadores idealistas germanos se afanaron por mostrar el poder que tiene el espíritu para saturar de sentido la naturaleza, mientras los escritores románticos prefirieron dejar a la naturaleza desplegar sus galas libremente. Pero ambos movimientos –a primera vista tan distintos- están lejos de oponerse; más bien se complementan. Prueba patente de ello la tenemos en El jardín del Buen Retiro de Madrid, que conservó en sus entradas el estilo francés y configuró el resto con la libertad de diseño propia del clima romántico. El estanque que bordea el Palacio de Cristal nos muestra unas mimosas que hunden sus ramas, mansamente, en el agua quieta, para sugerir el afán romántico de diluir límites y fusionar las distintas realidades en busca de unidad. Esta voluntad de fusión no podemos atribuirla a la naturaleza; es un rasgo peculiar del hombre de una determinada época y circunstancia. Cada estilo se relaciona con la madre naturaleza desde una perspectiva peculiar, que prefiere en unos casos la acción configuradora a la contemplativa; destaca otras veces el deseo de confraternización; subraya siempre por igual el amor del espíritu a la belleza y la capacidad expresiva de las realidades naturales. 

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